Saltar al contenido

Invalidar a los padres de hoy, significa incapacitar a los hijos del mañana

NEGOTIUM SANITATIS ET LEGIS

Estamos asistiendo a una sociedad donde las fuerzas familiares y los vínculos paternofiliales van decreciendo. El estudio de la familia desde la sociología ha ampliado su concepto y la tipología de esta, constituyendo: familias monoparentales, biparentales con o sin hijos, reconstituidas, de acogida o adoptivas. Una diversidad en el linaje acorde a los cambios en el contexto y sus valores que ha ganado en múltiples arquetipos consanguíneos y ha perdido en competencia y poder parentales. Los padres son la primera estructura fundamental en la educación de sus hijos. Son los principales modelos de amor para sus vástagos. Y deben ser los responsables más importantes de sus descendientes. Objeciones podemos encontrar en el deber inexcusable de ser protectores, cuidadores y velar por su guarda y custodia. Acontecen incluso casos puntuales de parricidios, incestos o niños aniquilados por sus progenitores – según el INE; 7 de cada 10 hijos son asesinados por mujeres frente a 3 de cada 10 por hombres- y sin embargo, este porcentaje no puede distorsionar la relevancia de los padres en la existencia de los hijos. Ellos nos han dado la vida y por ellos estamos aquí.

Criar, educar y asistir a los hijos no es tarea fácil y menos actualmente. La competencia con otros actores en el sistema los deja indefensos y cansados, conduciéndoles en muchas ocasiones a delegar su poder. Bien podíamos añadir que se ha convertido en moda llevar a tu hijo al psicólogo. Bizarro me parece, cuando unos padres llevan al psicólogo a su hijo de 4 años. ¿Tanto poder como padres hemos perdido que necesitamos esta ayuda extrínseca? Por supuesto, pocos bolsillos se pueden permitir una asistencia psicológica privada, la mayoría acuden a los servicios públicos de salud. Es triste observar cómo hemos ido cediendo competencias a agentes externos. Y yo me cuestiono: ¿Cómo eran capaces de vivir nuestros bisabuelos? No existían los psicólogos, ni los fármacos para las depresiones y ansiedades, ni las pastillas para el TDAH (metanfetaminas), ni por supuesto tal trastorno. Existía la creencia en el saber de los padres, ellos sabían en todo momento lo que había que hacer.

Los tiempos han cambiado. Más trabajo fuera del hogar por parte de los progenitores (indispensable para sobrevivir actualmente), pérdida de comunicación y confianza entre los dos (máxime si hay separación), debilitamiento de la correspondencia, seguridad y empatía con los hijos, aumento de la conexión a redes urbi et orbi, presión de los servicios sociales, gran incertidumbre económica y precariedad laboral, control legislativo con numerosos protocolos, bombardeo multimedia sobre lo «enfermos mentales» que estamos nosotros y nuestros hijos y por último, un enorme atosigamiento por parte de los servicios mentales de salud en el ámbito de la educación. Siguiendo el hilo del plan Ariadna, se crearán en la Comunidad Valenciana 10 hospitales de día de atención infantil y juvenil, generando además equipos de intervención comunitaria intensiva. El negocio de la salud mental infanto-juvenil ha venido para quedarse. Y tentáculos no le faltan. Como dijo un CEO de Pfizer sobre los púberes: «Son los clientes perfectos; cáptalos pronto y los tendrás de por vida». Aún añadiremos más, siguiendo la línea del agostamiento de la capacidad parental; existen resoluciones –Resolución conjunta 11/12/2017 entre Conselleria de Educación y Sanidad para la detección de alumnado que pueda presentar un problema de salud mental– que confiere a Servicios Sociales la potestad para valorar una posible situación de riesgo del menor sin el consentimiento de los padres, si estos no han concedido la autorización para una evaluación psicopedagógica y el centro educativo considera que es una intervención inexcusable. Consecuentemente, cedemos nuestra confianza a las instituciones educativas, de salud y sociales pensando que protegerán con celo a los nuestros. Y no hay nada más grave en estos casos que carecer de información o acatar sin cuestionar la información que nos proporcionan, ignorar nuestros derechos y debilitarnos ante el sistema. Y es que este gran leviatán no deja de tramar «supuestos beneficios» para nuestros hijos, concediéndonos subsidios o becas con un simple certificado de discapacidad del 33%. Según los informes del Instituto Nacional de Estadística (INE) del año 2020, más de 4,3 millones de personas tienen discapacidad en España, un 14% más que en la Encuesta de discapacidad, autonomía personal y situaciones de dependencia del 2008. En cuanto a los grupos de menor edad, destacan los tipos de discapacidad que están relacionados con la comunicación e interacción, haciendo un total de 106.300 personas entre 6 y 15 años. La discapacidad relacionada con las dificultades de aprendizaje fue la mayoritaria en este margen de edades (55.9%), seguida de los problemas de comunicación (49.8%) y correspondiente a 70.300 niños y 36.000 niñas.

Siguiendo con el análisis y tomando como referencia a ODISMET (Observatorio sobre Discapacidad y Mercado de Trabajo), desde el 2014 la evolución de la discapacidad en nuestros jóvenes no deja de incrementarse, creciendo a nivel general un 10.7% (de tipo físico) y aumentando en el segmento de los jóvenes un apabullante 39%. En el año 2021 los certificados de discapacidad de los varones representaron un 67.8% y lo curioso del dato es el avance en la discapacidad psíquica, especialmente la intelectual (37.5%). Los certificados de discapacidad que más se emitieron fueron los comprendidos entre los márgenes 33 y 44%. Curiosamente el porcentaje de casos de niños con TDAH se ha multiplicado por 30 en los últimos años llegando a casi un 7% y los casos de niños con TEA a un 8%. Estamos creando una verdadera generación de discapacitados que con la golosina de los 400 euros de las ayudas del ministerio condenamos a niños a etiquetas cronificadas y a medicaciones prolongadas. Y aquí los padres, las familias tienen mucho que decir o mejor dicho, actuar. Informarse bien de tales diagnósticos así como los perjuicios de la medicación y demandar un consentimiento informado a los profesionales de salud donde explicite los riesgos y consecuencias de aceptar o rechazar el tratamiento así como alternativas a los fármacos. Añadiría una nota más, prever los daños morales irreversibles que pueden acontecer en nuestros hijos cuando su capacidad es evaluada y categorizada con un certificado técnico que les condicionará el resto de su vidas.