A algunos les podrá sorprender que compare los hospitales con centros educativos, no así tanto en la perspectiva de Foucault, que extraía patrones similares en cárceles, manicomios y escuelas en un fabuloso libro: Vigilar y castigar.
Cuanta conciencia de enfermedad estamos creando sin apenas darnos cuenta. Es evidente que hay centros educativos con un millar de estudiantes que albergan más diagnósticos entre ellos que otros centros con el doble de alumnado. Se me podría criticar diciéndome que depende de los factores sociales, contextuales, económicos o culturales que los caracterizan. Y es cierto que siempre defiendo un enfoque complejo y sistémico para tratar los problemas de la vida. Porque se hace indispensable realizar un buen análisis para valorar todos los aspectos que pueden estar condicionando cualquier patrón o comportamiento que se quiera estudiar. Lejos quedan los paradigmas reduccionistas, biologicistas y simplistas de los que huyo, que enfocan los asuntos cotidianos desde una hipótesis química anexada a un bastión «cerebrocentrista» que persigue las soluciones farmacológicas. Pero más allá de estos modelos, existe otro estándar personal, psicológico, inherente a la existencia de la propia persona que se expande por doquier como una reacción alérgica. Me refiero a la rápida divulgación de «conciencia patológica» que vive en simbiosis con la percepción enferma y de la enfermedad que padece una misma persona. Me explico: cualquier centro educativo contagiado de directores, jefes de estudios, jefes de departamentos de orientación, orientadores y equipos docentes que vivan en su historia biográfica problemas de «salud mental» ya sea por familiares, vástagos o incluso ellos mismos estén diagnosticados de trastornos de salud mental o incluso sin estarlo, defiendan fuertes creencias que acomoden la «enfermedad mental», incrementarán potencialmente la mirada enferma en toda la comunidad educativa. En consecuencia, se irá propagando como la peste un halo patológico y tóxico dónde su profilaxis se resumirá en una lucha entre modos de afrontamiento dolientes versus modos de afrontamiento valientes. Porque las maneras de desafiar las cuestiones y dificultades de la vida y cómo las resuelve cada uno se adaptarán a los planes curriculares programados y herramientas educativas disponibles si votas por la primera selección. Si planteo mi quehacer profesional desde protocolos haciendo uso de previs (herramienta educativa de prevención de la violencia y promoción de la convivencia) y a través de derivaciones a salud mental (USMIA); infestaré de etiquetas y diagnósticos todo lo que vea, porque actuaré en coherencia y en consonancia con mi idiosincrásica impresión de ver y sentir la vida.
Y si me hallo en la antípoda de esta mirada y concibo una naturalización de los problemas de la vida-sin obviar el sufrimiento y el dolor, por supuesto-, yendo al encuentro de estrategias de escucha, de comprensión multidisciplinar de las trabas, de la paciencia y rastreo de relaciones con significado, de la enseñanza de habilidades para la vida, de la potenciación de saberes de autocuidado, de implementación de registros emocionales sumados a técnicas reflexivas e inclusive, tocando el alma con acercamiento a los valores espirituales, me hallaré en una mirada menos técnica y una percepción más humana.
Vivimos atiborrados de normas, resoluciones, protocolos y guías técnicas que creemos nos facilitan el tránsito para ir ventilando los atolladeros que nos van saliendo día a día. Y cada vez vivimos más enfangados, somos menos nosotros. Perdemos más pensamiento crítico, imaginación y diálogo, nos concentramos peor y vamos minando la viveza con cada huella de rol de experto que damos…Juzgamos arduamente la burocracia, los inmensos anexos y documentos obligados a cumplimentar pero preferimos dejarnos arrastrar como Ulises y su legendario Argo por el canto de las sirenas…
No.
Ulises escogió la rebelión y no sucumbió al encantamiento de las nereidas. Hagamos un esfuerzo por mirar de frente a la vida.